lunes, 1 de diciembre de 2008

El derecho ambiental y los ingenieros

Por: Angel Manuel Arias Fernández/ Dr. Ingeniero de Minas. Abogado. Asociación de Minas. Vicepresidente del CIDES

Los ingenieros somos, de entre todos los profesionales, quienes tenemos mayor intervención sobre el ambiente. La previsión bíblica de “dominar la tierra”, que refleja de manera muy clara el ansia ancestral del ser humano por controlar el entorno en su propio beneficio, encuentra en las actuaciones ingenieriles su plasmación más contundente.

Pero la apreciación de la naturaleza como algo que está puesto al servicio del hombre, ha sufrido profundas modificaciones en la segunda mitad del siglo XX. Al menos en el llamado mundo occidental, la consciencia del deterioro ambiental ha tomado mucha fuerza, y la creciente exigencia social de imponer medidas al maluso de los recursos naturales, ha llevado a la progresiva proliferación de leyes ambientales.

Las medidas ambientales resultan, por su propia naturaleza, restrictivas. Limitan el uso, imponen reglas y distribuyen responsabilidades entre los agentes. Existen, en fin, porque quienes actúan sobre el medio físico no son capaces de autoregularse ni establecer por sí mismos de forma natural las prioridades.

Aunque los legisladores pretendan ser objetivos en establecer las pautas para los fines ambientales y realizar la evaluación de la gravedad de los daños, las circunstancias de cada país y cada coyuntura son diferentes. Los países en desarrollo o los tecnológicamente avanzados tienen diferentes visiones acerca del problema. Dentro de cada región, la idea de respeto al medio natural, varía. Además, todos queremos disfrutar de la naturaleza y todos somos, por tanto, sus potenciales –y reales- agresores.

El hombre moderno –hedonista, viajero, motorizado, consumista- tiene, por otra parte, una capacidad de agresión ambiental muy superior a la del terrícola de hace solo un par de décadas. Contamina y transforma de forma colectiva, e individual, de forma directa como indirecta, continuamente.
Una mayoría de las administraciones públicas han comprendido el rendimiento político de aparecer como ambientalistas. La sensibilidad ambiental está, valga el juego de palabras, en todos los ambientes.

Como sucede en casi todas las evoluciones del derecho administrativo, se ha pasado de una situación sancionadora, inicialmente con tímidas o simbólicas multas, a una posición de extrema dureza teórica. Se prevén penalizaciones altísimas y se han introducido figuras delictivas en los derechos penales, para aquellos que deterioren el medio ambiente, incluso con amplia utilización de la figura de la culpabilidad objetiva.

En algunos países, la obligación de controlar la contaminación por parte de los agentes productores, ha dado nacimiento a una nueva terminología que se utiliza con profusión y, con demasiada frecuencia, escaso rigor: Memorias ambientales, Responsabilidad ambiental corporativa, Actuaciones sostenibles, etc. Las administraciones públicas no dudan, como es el caso de la Unión Europea, en imponer la corrección de los deterioros a costa del agente contaminante no autorizado. La realidad es, sin embargo, que carecen de suficiente poder coercitivo para obligar a cumplir las medidas, siendo justamente quienes han provocado o pueden provocar los mayores deterioros los que tienen más posibilidades de irse de rositas, dejando el daño inreparado.

Esta situación global ha puesto al ingeniero bajo la luz de los focos ambientalistas. El ingeniero tiene cualidades muy apetecibles para atraer el interés sancionador sobre su cabeza: es una persona física que no puede entrar en proceso de disolución mercantil, resulta técnicamente solvente o goza de la presunción de serlo, es figura socialmente reconocida, y resulta ser económicamente vulnerable, porque se sabe perfectamente cuál es su patrimonio y los efectos de su procesamiento judicial.

Enfrente del ingeniero se suele situar, en los debates públicos, a aquellos que se autodefinen como defensores del ambiente. Ingenieros y ecologistas no tendrían que estar, ni mucho menos, enfrentados, pero son demasiados los foros en los que se pretende ahogar la opinión técnica en el océano de la temperamentalidad.

La posición más extrema lleva a los ecologistas severos a propugnar algo semejante a una vuelta a las cavernas, lo que siempre gozará de un público entregado, inconsciente de los efectos de lo que se propone. No hacer nada que perturbe la naturaleza, recuperar todo el terreno ambiental perdido, culpar al progreso y a la técnica de cualesquiera males ambientales y desacreditar la cualificación de los ingenieros, aireando y multiplicando la repercusión de los eventuales errores, parece ser rentable políticamente para estos apóstoles del neoliberalismo ecológico.

Ni qué decir tiene que existe en buena parte de esas posturas un claro asomo de fariseísmo: no en mi patio trasero, no con mi dinero, ni a costa de mi sacrificio.

Sin embargo, la conciencia ambiental tiene sólidos fundamentos, pero que es necesario ligar a las disponibilidades tecnológicas y económicas, además de, por supuesto, vincularlas al grado de bienestar del que deseamos disfrutar.

No cabe lanzar reproche alguno a la intención de revisar los postulados tecnológicos que nos han llevado hasta aquí, implantando ex novo un rígido control de todas las actuaciones sobre el medio natural, prefiriendo aquellas que contaminen nada o muy poco, e introduciendo los costes de la recuperación de los residuos y de lo dañado en los procesos, internalizándolos. Es decir, haciendo que el usuario y el beneficiado por las actuaciones paguen por ellas lo que cuestan.

Ninguna rama de la ingeniería se libra de ser vista bajo la lupa del impacto ambiental de sus actuaciones. Caminos forestales o autovías, transporte marítimo, aéreo o terrestre, extracción de minerales y rocas, producción energética, procesos industriales, captaciones y vertidos, purines, ensayos balísticos o investigación de materiales –por enumerar unos pocos ejemplos de la variada aplicabilidad de los ingenieros- son sometidos a controles, legislaciones, reglamentos y penalizaciones. El destinatario común de las mismas es, frecuentemente, el propio ingeniero: o es garante, o sospechoso, o presunto culpable, u obligado.

Se están tomando decisiones bastante discutibles desde la perspectiva de contaminar lo menos posible, por la falta de una clara política global de desarrollo, suficientemente consensuada. Las diferentes legislaciones están desplazando las producciones más contaminantes hacia países menos restrictivos. No estamos libres de culpa por aquí: La variedad de reglamentos autonómicos en España ha aumentado la inseguridad jurídica.

En los países más desarrollados tecnológicamente, intereses comerciales orientan a la población para preferir determinadas fórmulas de producción de energía, recuperar riberas o parajes concretos y sepultar otros para siempre, esgrimiendo visiones muy particulares, promoviéndose acá la adopción de diseños que se presentan como más estéticos, y adulterando allá la libre discusión de las medidas a adoptar.

Los ingenieros están, además, en el centro de la diana de la presunción de culpabilidad, porque son ellos, con sus proyectos, direcciones de obra, autorizaciones de ejecución, decisiones técnicas, etc. quienes aparecen en la primera línea de la posible imputación.


Hace falta poner más calma y elevar la altura técnica del debate ambiental. La utilización de las mejores tecnologías disponibles, la mayor eficiencia económica o social, la reducción de gastos innecesarios y la seria concienciación ambiental, suponen un entramado de decisiones en el que las posturas no deben estar destinadas hacia la galería, sino hacia el futuro.

La legislación ambiental, sea la que sea, ha de estar destinada a cumplirse plenamente, y si el ingeniero debe ser garante en primera instancia de ese cumplimiento, no ha de serlo desde la presunción de culpabilidad sino desde la garantía de su formación más adecuada. La sociedad tiene que estar dispuesta a pagar el coste de las medidas, con todas las consecuencias. Porque los buenos técnicos saben no solamente cómo hacer las cosas lo mejor posible, sino, además, cuánto cuestan.

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