viernes, 11 de mayo de 2007

El dedo de Dios


Ha sido un viaje rápido pero intenso. Volamos a la isla de Gran Canaria, donde tenía que dar una conferencia sobre "Captación sostenible de aguas subterráneas en zonas costeras", en unas Jornadas organizadas por el Consejo Insular de Aguas de Gran Canaria, celebradas en ese pueblo que ahora conocemos tanto: Vecindario, por la desaparición de un pequeño de apenas siete años (en todos sitios aparecen sus fotografías, y es visible el increible esfuerzo colectivo de su "vecindario" que, por desgracia no está dando resultado alguno).

El tema de la conferencia es del máximo interés en un lugar como Canarias, donde saben dar todo el valor que tiene el agua, y donde están sufriendo los zarpazos de malas técnicas de manejo de las aguas subterráneas. Pero no voy a daros la matraca, en su cuarta acepción del Diccionario de la Lengua Española (4. coloq. Importunación, insistencia molesta en un tema o pretensión).

Tras esa aproximación a la isla, en la que impresionan sus montañas volcánicas, que surgen del mar como enorme cetáceo; descarnadas por una erosión muy intensa, que hace fácil presa en sus laderas todavía mal consolidadas, y que araña a las tierras dejando la huella de sus garras allí clavadas. Llegamos al Aeropuerto de Las Palmas, a las 14 horas. Nos esperaba un excelente amigo que es Catedrático en su Universidad de La Laguna. Nos llevó al hotel y a alquilar un coche, con el que nos hemos movido los dos días de estancia.

Esa tarde nos fuimos a recorrer el Norte de la isla. Hacía muchísimos años que por allá estuve y prácticamente casi nada recuerdo, pero todo siempre es también familiar: esas montañas tan jóvenes, tan escarpadas, tan recien surgidas del averno, todavía uno las pensaría recien cocidas, bramando fuego y lava, aunque la vegetación surge en cuanto le cae una gota de agua.

Seguimos la autopista del litoral hasta Bañaderos, donde tomamos montaña arriba para llegar a Arucas, tierra fertil, entre barrancos muy escarpados, sembrados al pie del precipicio. Es la capital de las flores y los plátanos. El nombre de Arucas es güanche (Arehuc) y significa tierra de bendición. Su Catedral es un hallazgo inesperado, de puro estilo neogótico, construida con lavas gris oscuro, entre 1909 y 1977. No la pudimos vistar porque estaba cerrada y el recorrido era largo. Tampoco visitamos sus célebres destilerías de ron de caña, por si nos hacían la prueba del alcohol y nos dejaban el carnet sin puntos; en sus madres de roble almacenan tres millones de litros: ¡pa poner contento a to er mundo!

Callejeamos por sus pinas cuestas, con sus enjalbergadas blancas casas, entre cuyas tapias surgen milenarios dragos (dracaena draco L), con su savia de color sangre, que sirve para cicatrizar heridas. Fueron motivo de veneración por los primitivos guanches, y hoy sigue atrayendo su tronco gris plateado y sus hojas agrupadas en el ápice en forma de roseta.

Seguimos montaña arriba, para llegar a Firgas, las distancias son cortas, pero no se te puede olvidar ni una curva, porque dando tumbos irías hasta el mar, que allí abajo bate sus olas contra basaltos y fonolitos. No obstante, los hay que parece que se han bebido todo el ron, bajando por estas cuestas como alma que lleva el diablo.

Firgas es tierra de aguas minerales, que se embotellan y distribuyen por las islas. Es tierra de color, especialmente con ese empinado paseo de Gran Canaria, con su acequia escalonada, y sus azulejos coloridos, con bancos en los que se puede dejar a la imaginación soñar, con el canto del agua y con los paisajes isleños. Y, más arriba, con sus mapas en relieve de cada una de las islas, con sus casas de piedra volcánica y cal, con su quietud y sosiego, con su atmósfera limpia, con su recreo a los ojos... Sería tiempo para estar, para mesarse la barba, para echar algún párrafo con un paisano, para conocer las historias y los sueños, para mirar al cielo y adivinar los destinos.

Pero hay que seguir, que no hay ruta marcada, que no hay sendero definido, que no hay control de tiempos, pero si ansia por ver, por llenarse de luz, por andar camino,...

Ahora la carretera baja y baja, y tiene otro destino. Y son cuevas volcánicas las que en ella abren sus fauces, y encierran historias y vidas; y son cuevas volcánicas (llamadas por aquí jameos o cavocos), que a veces fueron cenobios de heremitas, pero antes fueron abrigo de aborígenes, que dejaron en ellas sus gravados petroglifos. Y la carretera baja y baja, pero apenas tiene tráfico. De poco en poco una prohibición de circular en tiempo de lluvias, que te hace imaginar los bloques que pueden rodar por la ladera. Y el camino sigue y sigue, no se hace largo porque es piedra y es vegetación de temprana primavera, con esos cardones que tanto me recuerdan aquellas sierras de Salta y de Jujuy.

Y pasamos por "molinillos" que hacen del viento electricidad; que evitan la contaminación atmosférica, que son como aquellas "volaeras" de papel, con las que corríamos de niños, pintadas de colores, que daban vueltas y vueltas con el viento...

Y ya, pegaditos a la mar, llegamos a la Villa de Agaete, para ir derechitos a su Puerto de las Nieves, rodeado de escarpes de centenares de metros de alturas, escenarios del magnífico teatro de la Naturaleza; son como telones de fondo, uno tras el otro; en un claro oscuro lamido en sus pies por las espumas del mar. Por carretera alante, hace muchos años, viajé hasta la aldea de San Nicolás de Tolentino; fui a sacar aguas, ¡cuanto habrá llovido desde entonces!

Nos paseamos por su puerto tranquilo, sin apenas gente, contemplamos sus casas de blanco y añil; sus macetas y sus tiestos de flores; sus rincones marineros; sus callejas en laberinto; y buscamos allá, al final del agua, aquel "Dedo de Dios" que era la estampa de este lugar; aquella roca enhiesta que se levantaba al cielo; modelada por el fuego y por el agua y por el viento; aquel monolito increible que desafiaba equilibrios, y tempestades y bramidos; aquel suspiro; aquel dedo de Dios... Pero fue no hace mucho, el 28 de diciembre d 2005, cuando la tormenta tropical "Delta", a las seis de la tarde puso de luto a este pueblo al destruir lo que era su símbolo, lo que estaba declarado "Monumento natural". Era joven, apenas tenía 300.000 años. Nadie se lo creyó al principio: era el día de Los Inocentes. Fue un golpe fuerte para los agaeteros que en su tradición oyeron decir que el día que ese dedo cayera sería el fin del mundo. No ha sido así y nuestro peregrinaje nos ha llevado a contemplar esa mano alzada al cielo, con su dado cercenado. Es el sino del destino; no es el cambio climático, ni es que ahora vivamos tiempos apocalípticos; es que la Tierra evoluciona y es que la Tierra está viva.

Finalmente nos fuimos a un restaurante, con sus ventanales frente al mar; donde las nubes de tormenta tropical querían esconder una puesta de sol, que buscaba plata en sus reflejos en la mar; era comida marinera; eran pescados; era un vino de Canarias de la Jeria; era la hora bruja; era esa paz que falta en la vida ajetreada; era tiempo de placidez y sinceridad; era vivir sin prisa; era soñar en el cielo.

Rafa

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