viernes, 25 de mayo de 2007

Recuerdos de Altea


(...) No puedo contar de Altea, porque sólo la he visto esta vez desde arriba, mirando desde el Noreste, desde lo que se llama Altea Hills (¡americanizados estamos!). Bonita, muy bonita desde allí toda la bahía abierta de Altea, en el día y especialmente en la noche. Mitad mar azul, mitad tierra sembrada de casitas con predominio del blanco (como debiera ser), pero también ahora con los ocres suaves y los beige, que son las modas exógenas, mezcladas con el verde de jardines y también de frutales y agrios, y con telón de fondo ese circo de montañas calcáreas, que surgen como muelas de profundos raigones.

En frente la Serra Gelada, que a la noche mujer dormida parece (un poco pechugona, eso si), con su cabeza en la mar y sus pies en Alfaz del Pí. Detrás, en la línea del horizonte, un Benidorm que no es el que yo conocí, allá por los años sesenta y muchos; un Benidorm que gustaba imaginar que su toponimia quisiese decir: “ven a dormir”; ahora debiera ser Beninodorm (“ven y no duermas”), que parece ser lo que hacen tantos jóvenes, y tal vez no tan jóvenes, que salen como los búhos, por la noche, hasta que la luz del amanecer les echa, porque aves nocturnas son.

Y, más a la derecha, circo de montañas en el que destaca, sobre todo, esa Serrella de Aitana, que se empina por encima de los 1500 metros, para mirar por encima a los mares, con su gris de calizas capaces de absorber todas las lluvias, que el cielo quisiera traer alguna vez, para dar nacencia otrora a fecundos manantiales, ahora muchos de ellos captados por profundos sondeos.

Un poco más a la derecha, próximos a Callosa d'Ensarriá, debajo de aquellas nubes que tachonan el cielo y presagian la tan deseada lluvia, allí nacen, caudalosos y cristalinos, los manantiales de El Algar (palabra de origen árabe que significa cueva o caverna). Sus aguas van a cambiar de nombre al río Guadalest, que viene desde el Oeste, desde allí muy arriba, para llamarse al final río Algar cuando al bañar las faldas de Altea va a tributar sus aguas a mediterráneos mares.

Detrás, a tiro de piedra tenemos a la sierra de Bernia, con sus 1130 m de altura, a donde se van izando casitas que buscan luz y cielo, que encuentran paz y sosiego, y acogen a ciudadanos nórdicos de tercera edad. En todo caso es impresionante cómo la montaña se puebla, cómo la especulación y el ocio se combinan, cómo la naturaleza ve invadir sus lugares más pristinos.

Debajo nuestra un ruso construye una iglesia ortodoxa, tal cual si estuviese por la tierra de los zares, con sus cúpulas doradas, sus vidrieras policromadas, su mezcla de pizarra y madera... No se si algo tendrá que ver con las mafias de oriente, que viven sus paraísos por estas costas, sin mezclarse con nadie, con sus coches de lujo.

Esta es la Costa Blanca, al menos eso dicen los reclamos, aunque ya no todas las construcciones lo son (como lo eran antaño), construcciones que suben como sarampión por las laderas.

Desde la casa hemos gozado del paisaje, de ese ver salir y entrar barcos del puerto deportivo de Campomanes, que está allí abajo, para disfrute de ricos y potentados, con barquitos deportivos, pero también con otros que deben ser de súper lujo, por lo que desde afuera se observa.

Desde aquí he visto amanecer a un sol que despierta en lontananza. por un Mediterráneo abierto; sol que parece surgir de fondos de mares, trayendo brisas madrugadoras. Desde aquí ha nacido la noche, cuando esa luna casi llena en el mar se hace plata, se hace escamas brillantes de olas mecidas por el viento; imagino que los peces salen a iluminar sus lomos y tener sus amores de plenilunio; salen a emborracharse de embrujos; salen a saber de aquelarres y de brujas, al pie de los tajos verticales, que se hunden infinitos en la mar.

Dos días hemos ido en barco; uno a una pequeña rada, resguardada de vientos, al pie de la Serra Gelada, que llaman la playa de La Mina, porque justito arriba la hubo; todavía quedan las ruinas de lo que debió ser el transporte hasta pequeños barcos mineraleros; el rojo de los óxidos de hierro, que arrancaron a su cutis, da color a una escombrera no muy grande que por allí quedó. No debieron hacerse ricos, por la baja ley del mineral y por sus escasos recursos...

Desde el barco al agua, a gozar de paisajes de fondo marino, de su animada vida, de sus rocas vestidas de color, de sus arenas cubiertas de praderas de algas, de su diversidad de pescados (me figuro que si están en el agua y no los han pescado, deben ser peces). No cansa nadar por la distracción que supone ese mundo marino, especialmente entre las rocas, donde la animación es mayor, y donde el vaivén de las olas produce grato hidromasaje.

Comida con apetito en el barco; todo sucumbe, sea sólido o sea líquido. Pequeños trozos de alimento van al mar, para que los peces suban a disputárselos, el resto va a una bolsa de basura, para luego ir a los contenedores en el puerto.

De regreso destaca la mole de ese Penyal de Ifach, de escarpadas paredes; que es avanzada en el mar; que es cobijo de meros en sus grutas submarinas; que es Parque Natural; que es roca tallada por las aguas y por el viento; que de él Gabriel Miró dijese que es “ábside con pecho de bergantín que corta inmóvilmente las aguas”; que es atalaya de gaviotas pero también de ese halcón de Eleonor, el gran migrador que aquí llega desde las lejanas aguas del Indico.

Otro día, para variar, y porque el mar está más movido, vamos en el barco a la isla, colocados a sotavento de ella. El fondo está muy poco profundo; me siento piloto y voy leyendo al nieto que es el patrón, las profundidades que aparecen en la pantalla de radar, para no encallar en las rocas. Con apenas dos metros de profundidad se echa el ancla, y tiempo me falta para saltar al agua; doy la novedad de que no hay medusas, mejor dicho sólo hay una que es bien visible, por su parte superior marrón, de la que cuelgan filamentos gelatinosos que terminan en bolitas de color violeta metalizado. Sigo sus movimientos hasta que se aleja del barco, y todos pueden ir al agua, hasta Sagrario que no es aquella campeona que fue Esther Williams, que tuvo luego exitosa carrera cinematográfica. Con todo dominado me voy nadando a la isla, para bucear entre sus roquedos submarinos, pero hay que regresar porque el barco parece que se mueve mucho y deciden volver a comer a la casa.

Hijo y nietos van a Benidorm, a picar algo y al cine; nosotros, que no nos gustan esos ajetreos, bajamos al filo de la mar, a un chiringuito: El Cranc (que en valenciano significa el Cangrejo), muy cerca del pequeño puerto pesquero de L’Olla, y también de esas granjas azules bajo el agua, donde la acuicultura consigue magníficas doradas y lubinas, pero también otras especies, y donde está el futuro de que podamos seguir comiendo pescado.

La cosa, como es lógico, va de pescado, pena ser personas de poco cenar; en todo caso ese emperador a la plancha, con alioli, y esos chipirones pequeñitos, emborrizados y fritos, no se resisten y, para terminar, que tierras levantinas andamos, ese helado con una bola de turrón y otra de leche merengada.

De regreso a la montaña, en la amplia terraza, a 150 metros sobre el mar (no olvidemos que en Alicante se encuentra el mareógrafo que sirve de cota cero para nuestros mapas), nos espera la delicia de la jacuzzi para dos, que somos nosotros. Enfrente, rutilantes, millares de lucecitas que parecen velitas encendidas en inmensa tarta de cumpleaños. El relax es completo e ideal antes de ir a dormitar.

Mañanas de tranquilidad para trabajar, para grabar en la memoria estos paisajes roqueros, descarnados por el mar y el viento, donde tanta historia permanece indeleble, de devenires geológicos, causantes de fallas que entrecruzan a los estratos, con su impronta de movimientos telúricos ¡Aquellos si que serían movimientos sísmicos...!

Las mañanas son tranquilas, porque “el personal” no está por madrugar, que la noche fue larga o, mejor dicho, que cuando por la mañanita estaba trabajando algún nieto llegaba a dormir, después de despedirse de sus amigos en la playa y de tomar el desayuno en un bar madrugador, que la noche les fue intensa, y el día es para descansar

Invitamos a paella en el puerto, a la verita de los barcos que se mecen y adormecen; estamos bajo lona, que parecería el velamen de un navío; fuera un algarazo (lluvia de duración corta pero intensa), que limpia la atmósfera y endulza al mar. Subimos a la casa, para escuchar truenos y ver llorar al cielo. Sagrario en su tumbona en la terraza, yo frente al ordenador, donde voy escribiendo y retocando capítulos de ese libro que espero tener terminado en noviembre. La música es de esas que ahora llaman “música de fusión”; a mi me parece que lo que aquí mezclan es la llamada de una cabra chica y gritona, que se le perdió a un gitano, con los berridos de un grupo pop, y con una melodía clásica... ¡cualquiera les entiende!, pero la cabra sigue que sigue
buscando al gitano de cara de aceituna, con palillo de dientes entre los labios.

Allá abajo se alzan promontorios frente al mar, que son lugares envidiables, situados a una cota económica inalcanzable, disfrute de privilegiados. Allá abajo está, también, el Cap Negret, promontorio intrusivo de rocas ofíticas, frente a la isla. Es de nuestro amigo arquitecto y pintor, excelente persona, que vive aquí en la urbanización Santo Domingo. Su padre fue ministro y le dieron permiso para edificar allí, en la rocalla que fue cantera y el plantó de densa vegetación, que goza de la brisa de la mar y que es pequeño espolón pétreo frente a la isla y pegado a la playa de l'Olla.

Adiós Mediterráneo, que eres caricia, que eres luz y que... eras sosiego... ¡hasta luego!

Rafael Fernández Rubio, en Agosto 2006.

No hay comentarios: