lunes, 25 de febrero de 2008

Una visita a Monfragüe a final de un invierno seco


Un grupo del CIDES, el Comité que preside en la actualidad el ingeniero de Montes Rafael Ceballos, dedicó el último fin de semana (22 a 24 de febrero) a visitar tierras extremeñas, tomando como eje de su expansión y contacto con la naturaleza, la comarca de la Vera y el Parque de Monfragüe.
El recién declarado (2007) Parque Nacional de Monfragüe es una manifestación de acomodación de la explotación de la naturaleza a las actividades del hombre. Sus más de 300.000 Ha. constituyen hoy una proclamación de la necesidad de defensa de un entorno singular, en el que se reúnen manifestaciones de la mano cuidadosa del hombre y la pervivencia de formas de vida animal y vegetal que en otros lugares -ay, en algún caso, también aquí- están en peligro de extinción, palabras graves con las que hemos caracterizado actualmente, las huellas del humano paso depredador por la historia de los restantes seres vivos.

A lo largo de siglos, sobre una tierra pobre en manto vegetal, los pobladores humanos han sabido combinar la producción de pastos y bellotas para alimentar a sus ganados y rebaños (vacas, ovejas, cabras y cerdos) con el respeto a ese bien ajeno del que somos fideicomisarios, la naturaleza.

Como nos explicó con su sabia dicción el ingeniero polifacético Santiago Hernández, hoy Presidente de la Fundación que cuida el Parque, la curiosa trayectoria del Tajo, obligado a cambiar su flujo al mar por un murallón de roca durísima, y la contribución de las aguas del Tiétar, abriéndose camino igualmente entre jaras y cantuesos con amplios menandros, ha labrado un escenario singular, que ha servido de lugar de residencia para animales que en otros lugares fueron expulsados por la actividad humana.

Más de 400.000 visitantes tiene detectados la dirección del Parque, que cruza una carretera provincial, la Ex-208, y que tiene su centro de atención a visitantes en Villareal de San Carlos. Cientos de buitres leonados planean sobre el viajero, ya la mayoría de las parejas incubando en estos días de final del inviero. Cruza entre los que vuelan más bajo, ágil, alguna cigüeña negra. Los ojos más avezados descubren en el Tajo una nutria, allá a lo lejos, en una oquedad de los sinclinales. Hay cormoranes, varias anátidas a las que el viajero no acierta a poner apellidos, se atisban coleópteros entre los cantos, laboriosas abejas libando las flores de los romeros.

Creo ver conejos; alguien grita, un ciervo, un ciervo; y, al lado de una encina percibimos el resultado del hozar de un jabalí. Fotografío, casi oculto entre abulagos y brezos, un narcissus triandrius palidulus, mi miniatura preferida.

De este paseo por la periferia del Parque, la cuestión pretendida no ha sido ver mucha fauna, y mucho menos, las especies escasas. En el Centro de recepción, nos han proyectado una película (con el guión de Casto), cuya locutora ficticia es una águila imperial, en la que se nos cuenta sobre la presión del hombre contra la naturaleza y hemos visto imágenes muy bellas de linces, venados en berrea, somormujos, alimoches, aguilas perdiceras, etc.

Lo que fue especialmente reconfortante, mientras el viajero subía hasta el castillo y ermita de Monfragüe, desde la fuente del Francés, entre almeces, durillos, jaras melíferas, espinos y chaparros, fue recibir el suave roce de la existencia compartida, el hálito incomparable que nos permite reconocernos, entre tantos esfuerzos por perdurar, frágiles, pasajeros, huéspedes en precario de estas tierras.

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