(Se transcribe aquí, con ligeras variantes, la entrada : A barlovento: Paseo trasversal por el hayedo de Montejo. , del blog de Angel Arias).
Vengo de tierra de árboles, entre los que abundan las hayas, y he tenido ocasión de andar por muy diversas naturalezas, así que no estaba muy predispuesto a dejarme impresionar por un bosque de algo más de un centenar de hectáreas, a menos de cien kilómetros de Madrid, por mucho que viniera recibiendo las alabanzas sistemáticas de naturalistas, domingueros y amantes ocasionales de la naturaleza.
La entrada del Parque me ofreció una fácil confirmación de esa opinión preconcebida. A pesar de las rígidas restricciones de visitas, y de que se rechazaron delante de nuestras narices a algunos pretendientes a penetrar en el protegido recinto, el ruido de un motor perturbaba de forma sistemática la supuesta tranquilidad del área. Era un sonido anómalo, estruendoso para el lugar. Había a la izquierda de la cancela de entrada un par de placas solares, así que debo suponer que el motor extraía agua del río hacia destinos desconocidos, que no tendrían nada que ver con el riego de las hayas y robles del bosquete.
Me pude mover a mis anchas por el hayedo-robledal, porque yo iba de lugareño, gracias a un amigo. La visita fue organizada por el activo vicepresidente, Enrique Fagúndez, para un pequeño grupo de miembros del CIDES, el Comité de Desarrollo Sostenible del Instituto de la Ingeniería de España. Algunos no habíamos visitado el Parque Natural, hoy fuertemente protegido, desde que éramos estudiantes.
Vengo de tierra de árboles, entre los que abundan las hayas, y he tenido ocasión de andar por muy diversas naturalezas, así que no estaba muy predispuesto a dejarme impresionar por un bosque de algo más de un centenar de hectáreas, a menos de cien kilómetros de Madrid, por mucho que viniera recibiendo las alabanzas sistemáticas de naturalistas, domingueros y amantes ocasionales de la naturaleza.
La entrada del Parque me ofreció una fácil confirmación de esa opinión preconcebida. A pesar de las rígidas restricciones de visitas, y de que se rechazaron delante de nuestras narices a algunos pretendientes a penetrar en el protegido recinto, el ruido de un motor perturbaba de forma sistemática la supuesta tranquilidad del área. Era un sonido anómalo, estruendoso para el lugar. Había a la izquierda de la cancela de entrada un par de placas solares, así que debo suponer que el motor extraía agua del río hacia destinos desconocidos, que no tendrían nada que ver con el riego de las hayas y robles del bosquete.
Me pude mover a mis anchas por el hayedo-robledal, porque yo iba de lugareño, gracias a un amigo. La visita fue organizada por el activo vicepresidente, Enrique Fagúndez, para un pequeño grupo de miembros del CIDES, el Comité de Desarrollo Sostenible del Instituto de la Ingeniería de España. Algunos no habíamos visitado el Parque Natural, hoy fuertemente protegido, desde que éramos estudiantes.
No me separé de los senderos, y si lo hice unos pasos fue para tomar algunas (pocas) fotografías. La estación primaveral se acaba, los animales estaban amodorrados o ausentes (quiero decir, los de tamaño mayor a insectos, porque había muchas cochinillas, mariposas, hormigas, coleópteros,...).
Se advertía, lejana, la voz de un cuco (¿o era un búho real algo aburrido?); se oía el trinar de pájaros invisibles, ya supongo que conseguido con éxito el beneficio de las nidadas; una lagartija, que tomaba el sol junto al río Jarama, se escabulló sin prisa, serpenteante. Atisbé, tímidas, algunas truchas al acecho de larvas de libélulas o quizá ninfas de maravallos. Fotografié, junto al camino dos montículos con excrementos de zorro.
Los cerezos silvestres dejaban asomar sus todavía verdes frutos. Estaban las viejas hayas, -algunas, como se sabe, con nombres: La de la Roca, la Primera, la del Trono, la del Ancla-; impresionantes, únicas, inmensas en su singularidad amenazada por doquier.
Las reinas de los bosques, las generadoras de humus y sustrato, estaban, impávidas en su impotencia, viendo cómo su terreno era comido por robles, brezales, serbales y hasta acebos. Había un grupito de lacarias, algo resecas; aquilegas; margaritas, amentos de lavandas, hipéricos, saxífragas, camomilas, rosas caninas, botones y piececitos de la virgen, culantrillos del pozo; asfódelos, belladonas...
Los jóvenes que enseñan el Parque me parecieron animosos, enterados y dispuestos a dar información, que procuran adecuar al interés demostrado por los visitantes. Desgraciadamente, sospecho que la mayoría de los excursionistas simplemente buscan poder decir "estuve allí".
Si el cambio climático, como parece casi inevitable, se produce, estamos ante una reliquia, un retazo de la Historia paisajística de España, que será uno de las primeros en caer. Está mal situada -qué paradoja-, ha quedado aislada, y ha sido descubierta por la voracidad curiosa de los comedores de paisajes. Es una Venus hotentote en versión arbórea.
Cuando caminaba en soledad por los senderos ahora hollados por excursionistas apresurados, acogido por el silencio de aquellas hayas centenarias, seguramente ya heridas, me pareció advertir un mensaje de adiós desde el recinto. Pero quizá solamente era una advertencia, fruto de un espejismo, nueva torpeza del ciclotímico que me parasita.
Se advertía, lejana, la voz de un cuco (¿o era un búho real algo aburrido?); se oía el trinar de pájaros invisibles, ya supongo que conseguido con éxito el beneficio de las nidadas; una lagartija, que tomaba el sol junto al río Jarama, se escabulló sin prisa, serpenteante. Atisbé, tímidas, algunas truchas al acecho de larvas de libélulas o quizá ninfas de maravallos. Fotografié, junto al camino dos montículos con excrementos de zorro.
Los cerezos silvestres dejaban asomar sus todavía verdes frutos. Estaban las viejas hayas, -algunas, como se sabe, con nombres: La de la Roca, la Primera, la del Trono, la del Ancla-; impresionantes, únicas, inmensas en su singularidad amenazada por doquier.
Las reinas de los bosques, las generadoras de humus y sustrato, estaban, impávidas en su impotencia, viendo cómo su terreno era comido por robles, brezales, serbales y hasta acebos. Había un grupito de lacarias, algo resecas; aquilegas; margaritas, amentos de lavandas, hipéricos, saxífragas, camomilas, rosas caninas, botones y piececitos de la virgen, culantrillos del pozo; asfódelos, belladonas...
Los jóvenes que enseñan el Parque me parecieron animosos, enterados y dispuestos a dar información, que procuran adecuar al interés demostrado por los visitantes. Desgraciadamente, sospecho que la mayoría de los excursionistas simplemente buscan poder decir "estuve allí".
Si el cambio climático, como parece casi inevitable, se produce, estamos ante una reliquia, un retazo de la Historia paisajística de España, que será uno de las primeros en caer. Está mal situada -qué paradoja-, ha quedado aislada, y ha sido descubierta por la voracidad curiosa de los comedores de paisajes. Es una Venus hotentote en versión arbórea.
Cuando caminaba en soledad por los senderos ahora hollados por excursionistas apresurados, acogido por el silencio de aquellas hayas centenarias, seguramente ya heridas, me pareció advertir un mensaje de adiós desde el recinto. Pero quizá solamente era una advertencia, fruto de un espejismo, nueva torpeza del ciclotímico que me parasita.
Para muchos posibles visitantes, el hayedo lucirá mejor en fotografía, y se podrían ahorrar el viaje (ida y vuelta de Madrid, 200 km, por ejemplo, es la producción de unos 46 kg de CO2 equivalente), o, como mal menor, ir directamente a comer cordero, chuletón o judiones a alguno de los restaurantes de la zona. Me voy decantando por el turismo virtual, porque me temo que ese es el consuelo que nos irá quedando, y si queremos reducir nuestra contribución al holocausto, deberíamos mentalizarnos para modificar algunos hábitos.
(escrito por Angel Arias)
No hay comentarios:
Publicar un comentario